martes, 4 de julio de 2023

Los cuchillos del algarrobo

Cuando salí de la escuela me esperaba en una esquina; no tenía su maletín

y su camisa estaba remangada. Vi sus morenos y gruesos puños cerrados, sus dientes apretados, su mirada clavada en mi. Lo acompañaba el que le sostenía el maletín. Quedé bloqueado; el que estaba conmigo me dijo: rápido, súbete al camión del recorrido. No alcancé, vi alejarse el camión con el griterío de los que se balanceaban atrás.
Melón ya me tenía apercollado.


De nada me sirvió aleccionarme  con los cuchillos que recogía de los árboles de algarrobo; hasta apuñalé un gato y de un certero tiro tumbé  a una tortolita de un árbol. Cuando regresaba a casa desde la escuela pasaba por un parque donde un pelagatos aniñado era blanco de mis seis o siete dagas bien seleccionadas que guardaba en el bolsillo del uniforme. Me levantaba apurado de la mesa, me dirigía al patio de la casa donde simulaba una feroz pelea a cuchillo amagando a los pelagatos; debía confundir al otro, cambiar de mano el cuchillo escondiéndolo a la altura de las nalgas, lo más rápido posible, luego de hacer un lance directo al arco y clavar la navaja al cuello.


Nunca debí haberle dicho a Melón lo que le dije. Me apretaba; pero me salió un  frondoso pedo de mi flaco cuerpo. Melón se enloqueció de risa y me soltó, luego se alejó dándole coscorrones al que le llevaba el maletín.

Salí corriendo, llegué a la casa temblando; después de inspeccionar que no tuviera huevecillos la sopa del almuerzo, según la clase de higiene, sin lavarme las manos voté para siempre mis cuchillos de algarrobo.



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