viernes, 7 de marzo de 2025

El hombre que hablaba con los libros


 “Un hombre llegaba como de costumbre a un parque a hablar con libros que siempre cargaba consigo, también  para extrañeza de un personaje que lo observaba de lejos. Un día se acercó sin que se diera cuenta, comenzó a escuchar una vocecita que salía de la boca del libro y se dijo que era un milagro, que el tipo no estaba loco como creía y que entonces daría testimonio de ese  prodigio,  de la graciosa voz de ese libro.
Se fue a su casa, en vano trató de que un libro que le habían prestado hablara, lo que le produjo disgusto, entonces  lo llevó junto con otros libros, los dejó encima de una mesa muy cercana a una ardiente chimenea. Su madre que lo veía pensó que su hijo empezaba a desvariar; tomó los libros y los escondió.
Al otro día se acercó al hombre que hablaba con los libros,  al instante enmudecieron, entonces  el hombre le preguntó por su acercamiento: él le participó su gran deseo de hablar con los libros y el secreto que movía a ellos a animarse ante su persona. El misterioso lector lo miró de pies a cabeza por su impertinencia, le mostró un libro y le preguntó que si veía bien los lados del libro,  que como se llamaban: empezó a decir que un lado era el lomo; lo dejó hablar, dándole la razón le dijo que también nombrara cada parte del libro con el corazón; que si su lomo parecía espalda, los otro dos  lados  serían la boca y los oídos. La boca, como es obvio, para contestar tus preguntas, tus oídos para escuchar bien lo que tiene que decirte. Si aprendes a dialogar con los libros lograrás el entendimiento que te convertirá en una persona que habla con los libros. Al llegar a su casa su madre había quemado los libros que le habían prestado, más él estaba feliz, la abrazó y le dijo que tendrían toda una vida por compartir los libros, que de las cenizas siempre volaba un ave”

Descubro en mi relato el fantasma de una fábula que se me quedó en la memoria desde la escuela primaria: Simón el bobito, cuya madre lo puso a pescar en un balde. En mi caso, mi abuela me puso, tendría seis años, sentado en una butaca a esperar que algunos ratones salieran del desagüe de lluvias del patio de la vieja casona de bahareque, con un arco hecho de mataratón y una flecha que aun escurría savia del corte en el árbol. Román Hernández, que estudiaba música en una universidad privada y escribía poesía, me acompañaba en una tonada de música sacra ( a él lo contrataban para acompañar honras fúnebres) en ese año en que el Presidente del país se ganó un nobel de paz por hacer el proceso de paz con una de las tantas guerrillas que ocupan los territorios.







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