lunes, 7 de septiembre de 2015

Segundo Agelvis, pintor





El llamado “pintor de la tierra santandereana” el artista Segundo Agelvis, nacido un año antes de iniciar el siglo XX y faltando poco menos de treinta años para acabar tal siglo,  vivía en la  casona colonial de Custodio García Rovira; enorme propiedad que ocupaba una manzana  completa aledaña al Parque del mismo nombre donde los palacios de gobierno eran testigos del repiquetear de las campanas de la Iglesia del Santo Laureano y el sacerdote que por esa época hacía de las suyas.
Por esos años, el hoy director  de la restauración del teatro Santander, Antonio José Díaz, era el encargado de poner en forma la casona colonial.
Segundo Agelvis descolgaba su pincel entrada la tarde y religiosamente sacaba su taburete de piel cabra y se sentaba recostado a la pared, esgrimiendo un enorme chicote que empezaba a fumar , observado a los niños que como locos de amarrar corrían hacia el parque a ver llegar la bandada de pequeños loros a las palmas cada atardecer.
Yo estaba entre esos niños que molestaban a Segundo gritando “viejo chicotero”, y una tarde nos tenía preparada una sorpresa mostrando un cuadro en la que una bruja de vividos colores se cargaba a unos “chinos jodónes” con destino incierto…
Segundo Agelvis fue el precursor de hermosas exposiciones de artistas que luego vendrían a vestir el tiempo detenido en esas casa.
Con los años, las monjas del colegio Sagrado Corazón de María que se había instalado en la casa hacia muchos años, le dijeron adiós al insigne pintor que se trasladaría a la casa donde funciona actualmente la “cafetería la única” aledaña al edificio de la Gobernación… Puso su placa de profesional en la ruda fachada de “bahareque” que decía: “segundo Agelvis, pintor”… Como la que tenía una abogada a media cuadra de distancia, en una hermosa casa colonial llena de las obras del pintor, lo que me hizo a mi alguna vez pensar que la casa de la distinguida dama que murió hace pocos años, y dejó entre otros enseres un “Renault 4” sin estrenar, recibiría al pintor a beber agua de la precolombina “paico" que se usaba para la digestión y para preparar “chingua”.



jueves, 12 de diciembre de 2013

Ciclo de conferencias "Poetas en Visión de su Voz" (año 2000). Y Relato "Dánae"

 

 

En 2.000. Realicé un ciclo de conversatorios:

“poetas en visión de su voz”, siendo Consejero del IMCT

y en la Sala de Conferencias de la Biblioteca Pública Gabriel

Turbay. y dejé Cuadernillos con los temas.

 

 

 

 


 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

Relato Dánae

Dánae en vísperas de la celebración de sus quince años, que habían coincidido con la pronta llegada de su primera menstruación, tenía la superstición de creer que quedaría preñada ese mismo día; idea que se la  había reforzado una compañera de clase que tuvo que abandonar el colegio por esa razón.

Esos días estuvo con fuertes dolores de estómago, hasta esa mañana en que abordó el autobús escolar.
La conductora de la buseta escolar que llevaba a las niñas (ahora incluía niños) cada mañana al colegio,  mirando desorbitadamente el reloj,
 había recogido a Dánae.
 El amanecer del viernes se había cubierto de una neblina que ocultaba una bandada de loros. Dánae había amanecido sintiéndose hinchada, un poco incómoda. El furgón arrancó pasando el semáforo que señalaba amarillo, luego siguió por una desviación. Luego la joven pasó al puesto de copiloto que siempre ocupaba, fingiendo alegría y además para evitar las miradas insistentes de algunos chicos que se sentaban en el intermedio. La conductora no la miró siguiendo su  marcha por las vías en caracol.
Ayer antes de acostarse,  permanecía sentada en un sillón hasta que un grito a su madre la alejó; ella había intentado que le hablara ( su padre la observaba desde el fondo de la habitación). 
Días atrás había sentido la hinchazón de sus senos, entonces se dio cuenta que le habían crecido un poco más.
Siempre le había gustado sentir el vértigo de la velocidad mientras miraba como la  conductora  direccionaba el timón a cada curva de la vía. Pero viernes, precisamente viernes esbozaba una lejana sonrisa; sus ojos ausentes, su respiración en su silencio acostumbrado. La ciudad se alejaba a toda velocidad por entre las escarpas erosionadas que eran divididas por la estrecha carretera.
 Avanzaba el mes de mayo sin que las temporadas de lluvia iniciaran. De la radio se escuchaba una canción de Justin Bebier que hacía sonreír a Dánae al recordar al chico de la película “mi pobre angelito”. Trató de poner en práctica sus lecciones de inglés para traducir lo que decía la canción. Parecía ser una oda a la madre del cual el título no tenía nada que ver con el contenido. Luego pensó en su padre, en la ira que desató en ella su madre cuando insinuó que no le daba dinero; no le importaba que  le diera sólo un poco cada vez que le pedía y que se quejara luego que le había dejado los bolsillos limpios. 
Le celebrarían en unos días su cumpleaños; de entrada se escucharía   “quinceañera” de  Thalia; la había escuchado  creyendo en un sentido oculto de la letra. Dudaba si hubiera querido que su padre le pusiera de entrada la canción de  “de niña a mujer”. Acaso esa canción le parecía cursi, más no así a su amiga de pupitre… Reflexionaba en esa frase de la canción: 
“Ahora me enciende como un sol la primavera 
mis sueños se convierten en promesas”
Que ridículo -se decía-  si siempre hemos vivido en el trópico y mi única promesa es ser la primera de la escuela…
¡Odio que celebren mis quince años! –Le decía a su amiga-
Toda mi vida soñé – Le respondió a Dánae-  con un vestido blanco, un Chambelán; mis amigos y por su puesto el Vals... Me falta poco para…Y mis padres al menos me cortaran un pastel…

¿Dánae, tu Chambelán será  Zen?” Le disparó la pregunta a  Dánae mientras estiraba su cabeza hacia el puesto de copiloto. Faltaban pocos minutos para la siete de la mañana.
(Dánae pensaba mucho en su padre y en su madre que no se habían dado cuenta o no habían querido saber que se acercaba… – O ella lo pensaba-  su primera menstruación. Su abuela materna que era la que se ocupaba de Ella parecía no interesarle).
Me son indiferentes los hombres –Le respondió- mientras su amiga miraba atrás buscando la sonrisa cómplice de Zen.
 Bailaría toda la música que se cruzara por sus pies, como su madre; al bailar con su padre  trataría de adivinar en ciertos gestos de él un silencioso reproche. 
Ayer también había  tragado la pastilla que le dio Diana y se acostó temiendo que una repentina llegada de su menstruación mancharía el piso con la sangre que resbalara de sus pies; no sabía cómo estar contenta si al llegar a la fertilidad quedaría esperando un bebé ( Al otro día de haberse convertido en mujer debía verse con Zen); la llegada de su primera menstruación la preñaría. Eso le había pasado a Afroda.  
Diana se sentaba en el puesto de entrada al furgón; no  le había contado a Dánae que  se había hecho mujer antes de cumplir sus quince años ( La sorpresa de Dánae hubiera sido mayúscula). 
Cuando le empezaron unos fuertes dolores de estómago, se paró frente al espejo en su cuarto y vigiló un largo rato.
El embarazo de Afroda no la había asustado tanto… pero Diana no le había dicho que sus padres le celebraron su primera menstruación. La madre  dio la noticia a los allegados, familiares, que la telefoneaban; luego se encerró en su cuarto cuando sus primos la miraban con extrañeza. 
Zen se sentaba al lado del que fue Chambelán de Afroda; algo le murmuró Dánae a Diana, y Diana a su vez volvió nuevamente a mirar a Zen quien le respondió con una leve sonrisa mientras miraba a su amigo.

¿Así que mañana sábado ensayarás el Vals con Zen…?


Cuando Dánae vio a lo lejos una espesa neblina empezó a tomar fotos; captó el momento en que un loro chocaba en el parabrisas del lado de la conductora… Con voz temblorosa decía que dedicaría el día a buscar el regalo en homenaje a la madre, mientras el furgón se perdía a toda velocidad entre la neblina y una fuerte lluvia que se había desatado.                                                                                




miércoles, 13 de noviembre de 2013

El hombre que se resistía a tener una amistad asexuada

En mi experiencia como lector, no me he encontrado con un tema narrativo que trate actualmente de la amistad entre géneros; así que me aventuré con un texto titulado la Escoba en Minifaldas y publicado por la revista Culturamas* en el que un individuo se queja de su imposibilidad de mantener una amistad con una mujer sin que tenga deseos de -para decirlo en portugués- “fazer o amor” con su amiga.
En cambio la amiga no siente ninguna atracción por el individuo y en vano le hace ver o trata de despistarlo para que abandone tal intento, a sabiendas además que ella está comprometida. Al tipo le resbala-como dicen localmente-toda moralidad con tal de lograr su cometido y prefiere abandonar su trato ante las quejas de ella.
Reflexionando el tipo, trata de buscar el origen de su imposibilidad de tener desinteresadamente a una mujer y toca los linderos del incesto como el origen de ese hecho.
Por el lado de ella reflexiona que le falto tiempo para ceder ante las peticiones de este y se consuela con pensar que estuvo bien así ¿por qué tiene que ser tan rápido-pensaba- si apenas conozco a ese tipo.
Encontré entonces a Serena Barcos, una mujer de una novela breve de Eduardo Mallea que es abiertamente “misandria” o misándrica”. Revela inmediatamente su odio a los hombres pues casi todos están “deshabitados: son sexos… Una especie de muerte que vive por sus orgasmos”. Es un instinto de propiedad muy fuerte, como dice el narrador de Serana Barcos, que lo lleva a abandonar otro sentimiento que no sea el erótico y se vuelvan impacientes por reducirlas a sus instintos machistas.
Así fue como el pretendiente de Serena y el de mi relato se decidieron a acosarlas… A enfrentarlas con su pasión, como dice  el autor que le abrió a la narrativa del continente las puertas de la actualidad literaria, y que por su novela Los jóvenes hombres muertos, pudo existir La región más transparente de Carlos Fuentes.




domingo, 22 de septiembre de 2013

Cuchillos Verdes


Cuando salí de la escuela me esperaba en una esquina; no tenía su maletín y su camisa estaba remangada. Vi sus morenos puños cerrados vigorosamente, sus dientes apretados, su mirada dirigida hacia mí. Lo acompañaba el que le sostenía el maletín.
Quedé paralizado; el otro que estaba conmigo me dijo: -Rápido, súbase al camión de la escuela-.
Regresaba a casa desde la escuela; pasando por un parquecito recogía del arbusto frondoso de cuchillos, seis o siete dagas bien seleccionadas que guardaba en el bolsillo del uniforme. En casa, a medio día, siempre se sintonizaba el radio noticiero a todo volumen ( era un radio que tenía forma de tiburón; varias veces le habían cambiado algunos enormes tubos catódicos). Esta vez la noticia llegaba desde Viña del Mar declarando el triunfo de la canción que hablaba de mascar flores…“Por eso salgo siempre a caminar En busca de una flor para mascar…”

Noticia que despertaba una doble alegría, pues el cantor representaba a esta provincia que había tumbado un barrio completo de casas antiguas para construir el edifico donde quedarían los juzgados y todo al ritmo de las campanadas de la catedral que había quedado en pie, como también decía la canción. 
Después de inspeccionar que no tuviera huevecillos la sopa del almuerzo, según la clase de higiene en la escuela, ese mediodía me había olvidado de lavarme las manos. Me levanté apurado de la mesa, me dirigí al patio de la casa para empezar a entrenar una pelea a cuchillo con las dagas del arbusto. Debía apurarme pues a las dos empezaba Ultra Man. Esta tarde el súper hombre de ojos extraterrestres tenía que enfrentarse con una enorme planta carnívora que adquiría su fuerza de la radiación nuclear.
Si mis cuchillos no adquirían una fuerza nuclear,  debía confundir al otro, cambiar de mano el cuchillo escondiéndolos a la altura de las nalgas, lo más rápido posible, luego de hacer un lance directo al pecho y matar a mi adversario de un solo golpe.
 El héroe de la nebulosa M-78 me hizo salir corriendo hacia la calle, gritar a toda voz su nombre, luego observar quien salía al encuentro de mis cuchillos, de mis rápidos pies descalzos, aunque no tuviera correa que me sostuviera los calzones. Por fin, a la vuelta de la esquina vi la cabeza de mi amigo Roll, grité su nombre, vino hacia mí. Le grité Ultra Man, él desorbitó sus realistas ojos, luego lanzó una sonrisilla. Nos encaminamos hacia la tienda de alquiler de las destartaladas bicicletas; pasamos por el parquecito (no le mostré el árbol de cuchillos, pues era mi secreto); vi las coloradas flores de un gran Cayeno que decían…  ¡Cómame!...
“Por eso salgo siempre a caminar
En busca de una flor para mascar…”
Empecé a cantar… “!y recorro el camino…!”
Roll me apabulló, con sus características burlas de “pela gato” como nos decían las chicas del barrio vecino, cuyas fronteras debíamos pasar con cuidado…
¡Tocayo! –dijo de un momento a otro Roll- Ármese, es una advertencia, pues vamos por unos amigos-
No sé dónde quedé; el piso se hundió ante mis ojos cuando vimos las gradas que conducían a unas callejuelas en una hondonada. Toqué en mis bolsillos los cuchillos verdes  que había tirado del algarrobo, entonces pensé claramente que eso no servía ni para pasteles. Troll sacó su navaja que más parecía un cuchillo de mesa
–con eso no cortas ni el pastel- Me alcanzó el ánimo para burlarme.
Pero las piernas me temblaban cuando Troll empezó a bajar las gradas. Hacía unas horas habíamos recorrido el parquecito en las  bicicletas alquiladas. Troll se burlaba, se burlaba de verme pedalear como un borracho, hasta que se le desencadenó su bicicleta y fue a rodar frente a un señor gordo que estaba viendo una  enorme fotografía ( se la habían tomado desde una cámara de trípode, un fotógrafo que metía su cabeza en un pañolón), luego lo miró con cara de ofendido.
 Troll, sabe qué, baje usted a esa hondonada ya que quiere conseguirse un pito…
A él –creo- no se le hubiera ocurrido decirme por qué no baja usted.
Esperé unos cuantos minutos hasta que escuché un quejido que se perdió en los cerros que caían en la distancia de todos esos barrios que empezaban a encender sus nostálgicas bombillas. No me bastaba el cruce de manos que hacía Ultra Man para cobrar la decisión de bajar las escaleras que llevaban a un callejón que se formaba de unas hileras de las casas que bordeaban el cerro. Empecé a contar los pasos mientras bajaba los gradas, luego comencé a caminar por el callejón mientras tarareaba de la nada la canción …
“Por eso salgo siempre a caminar
En busca de una flor para mascar…”



domingo, 21 de julio de 2013

Sialvestre Dangong, el Chivas


A Chivas lo habían seguido sus siete primas que deseaban verlo cantar en la reunión dónde él servía  licor. Debía esperar que el veterano Fabián Corrales se cansara de sus piques y canciones, y que Iván Zuleta con su acalorado acordeón le dijera :- Oye, Chivas…¡ Cántate una ahí…!- .Pero ese viernes encontraron a los parranderos más eufóricos de lo acostumbrado, y gritando a voz en cuello : - ¡Viva el Jardín de la Guajira! ¡Viva nuestra selección…!
Cuando entró el Chivas de inmediato le entregaron la botella de Ron que debía servirles…
- ¡ Chivas…  Estaaaamos… Eeesssss…  Celeeebraaaando…!- Le dijo el viejo Zuleta.
Lo habían apodado El Chivas por la marca del reconocido licor; también hacía juego con una “chiva” que en periodismo es noticia fresca. En Urumita ( su pueblo del alma, el jardín de la Guajira) tenía el mismo sentido que en toda la región: la Chiva era femenino de Chivo; una cabra que era el ingrediente de la gastronomía e idiosincrasia de  indígenas Wayuu y blancos emigrados a las costas de la Sierra del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Martha… (Llegar a la Guajira da la repentina sensación de encontrar las playas de Senegal o Mauritania –Había dicho alguna vez el padre del Chivas- ). Los parranderos, de por sí, no bebían siempre ese licor; sobre todo el  preferido en la costa atlántica era el Ron (a pesar del abundante contrabando del otro por las fronteras de Venezuela). El apodo Chivas obedecía a la irónica costumbre de los eufemismos, de las figuras retóricas que nombraban una cosa por el todo; por ejemplo la marca del producto por todos los productos de esa clase. Costumbre que había empezado en la publicidad televisa del país y lo había puesto de moda Fruko y sus tesos.                                                                                                           Chivas le hizo una señal a sus primas que se fueran, lo que ellas hicieron entre risas y burlas. En esa semana había cumplido años y él había cantado en el colegio entre lágrimas. Chivas había nacido en plena celebración del día de la madre. Su abuela materna lo adoraba, pero su madre no estaba con él; lloró en su cumpleaños por su ausencia ( Ella trabajaba en el “refrigerador”, como le decían a la capital del país por su frio intenso). Después se había montado en su destartalada bicicleta y había corrido hacia el desierto, hacia las afueras del pueblo. Allí fue donde por primera vez se le apareció el fantasma de la pobreza que él trataría siempre de esquivar, menos hablar de él. Trató de pensar que lo había originado en su vida; de pronto recordó el dolor de su madre aquella mañana cuando transportaba la cantimplora de agua hacia la habitación; se le había roto la fuente de su tercer embarazo, de ese ser que ya no estaría en el mundo. Vio a su alrededor mientras su madre se quejaba, vio todas las pertenencias de la familia acumuladas en la habitación, luego memorizó a su madre subiendo a un taxi mientras él se ocupaba de su hermano menor. No supo en qué momento el fantasma de la muerte se mimetizaba en el de la pobreza. Pero detrás de esos dos estaba su vida, los continuos asedios  que le recriminaban su ansiedad de cantar y piquear.                                                                         

domingo, 14 de julio de 2013

Un accidente puede suceder


Mientras lavaba los cubiertos de la cena de la noche anterior, no sé como un cuchillo se paró justo de filo arriba en la rejilla del lavaplatos y faltó poco para que su punta se clavara en mi pequeña mano.
Casi veo la sangre salir abundante. Pocos minutos después recordé una leve llovizna de sangre; mientras trabajaba lavando las ollas de un gigantesco restaurante, llegó justo a tiempo un auxiliar de cocina africano para decirme que no metiera mi mano en el balde del jabón donde él tenía en remojo sus cuchillos carniceros. Más tarde cuando me tocó la labor del reciclaje del cartón, cuando tiré de un montón de cajas, un cuchillo salió volando y por un acto de reflejos lo esquivé.
Esa noche le referí el suceso a un español que era el novio de nuestra amiga guatemalteca. No dijo nada, entonces pensé en esos meses que su silencio quería decir más o menos que los cuchillos no volaban.
Cuantas peleas a cuchillo no sucedían en mi ciudad andina por los motivos más insignificantes. Yo mismo hubiera sido, a no ser por cosas del destino, un cuchillero ya muerto.
Sentir que un cuchillo me perseguía era el colmo, incluso para mí. Tendría que echarle la culpa al modesto Borges que mientras recorría La Recoleta urdía sueños de cuchillos vivos. Pero no era así, la culpa estaba en mi infancia donde soñaba con ser un cuchillero hábil, sueño que truncó mis habilidades para escalar los muros donde dejaban encerradas a mis primas.
No puedo imaginar cómo se mataban a espada limpia en las antiguas guerras, me parece como si nunca hubiera sucedido. Hoy más que nunca lo cuchillos pueden parecer insignificantes, pueden parecer, pues viendo el documental de una fábrica de cuchillos norteamericana para el sector militar, me doy cuenta que esa tecnología usada, exagera con respecto al pobre estomago de cualquiera. En esto hay un consenso, o si no porqué los Ninjas han tejido la espada perfecta, hecha para atravesar la carne de un humano. Como dice Borges, duerme el cuchillo su sencillo sueño de tigre.
Cuando terminé de lavar los cubiertos, mi mujer llegó. No habíamos desayunado, no sé porqué me disgusté, sentí claramente algo de ira, quizá me molestaba percibir que tratara de leerme siempre, entonces no le referí lo del cuchillo. Ya había hecho el propósito de calmarme, pensé en todas las veces que mi mujer se había cortado pelando papas. De pronto Ella me percibió elevado; estaba reviviendo el momento en que Concetta Bertoldi se volvió a cortar el dedo; esa vez fue algo para espantar, y muchas veces se cortaba para librarse nuevamente de una jornada de trabajo. No estoy aquí nombrando a Concetta, la famosa espiritista que vive en New Jersey con su marido Jonh, la veterana que tiene una sonrisa espectacular ¿cómo sería hacerle una consulta para contactarme a mí, que hubiera muerto acuchillado hace tiempo? Estupidez de estupideces.



viernes, 12 de julio de 2013

El hombre que planchaba sus billetes


No podría imaginarme a Georg planchando los billetes al salir de su casa cada mañana, no me lo imaginaría por la sencilla razón de que no le naciera, sino porque su trabajo de vendedor “freelance” (como llaman hoy por hoy) de bienes inmuebles no le permitiría, si al menos lo creo yo, tener buenos billetes para planchar, por otros motivos como por los bajos precios de los inmuebles que le permitía a cualquiera obtener su propiedad (quien lo creyera).
 Algunas veces lo observé contando grandes cantidades de dinero, producto de afortunadas comisiones, entonces su rostro se veía concentrado como si fuera la actividad que más respeto le proporcionara en su vida. Pero para el  día en que tenía dinero al momento en que no tenía, me parecía tan fugaz que no me imaginaba a Georg planchando sus billetes… ¿Qué razón habría para plancharlos?
¿si quiera él se hubiera imaginado que tendría que planchar sus billetes? 
Su amigo que frecuentaba un club de gente de sociedad, si planchaba sus billetes…  ¡Me repito! ¿Qué razón tendría para plancharlos así fuera con una plancha normal?
 Aunque tampoco es deseable tener dinero como dinero de alcohólico en un bolsillo sobrio. Se me ocurre que es una forma de amar el dinero o de no gastarlo como un compulsivo consumista (entre más rica una persona, su consumo será más exclusivo)… Le dije a Georg esa tarde.
Pero los ojos de él brillaban y se frotaba las manos viéndome a mi frotarlas ante la cercanía de una comisión…
!Como dicen que no hay dinero… Mira! –me dijo sacando de sus bolsillos un fajo de billetes.

Georg me sorprende porque a pesar de ser un hombre que no tiene casa propia, ni automóvil, es un hombre que si tiene cien mil pesos, cien mil pesos se gasta; no gasta tampoco en mujeres.  
Georg me hablaba de su amigo con una ambigüedad difícil de precisar… Robert –Me decía-, cuando se afeita le queda su piel por donde pasó la cuchilla, azulita, como un pozo de agua cristalina. 
Podría suponer que lo decía pues él era imberbe, barbilampiño. Su amigo era un magistrado (esto es un abogado que ha ascendido en las altas esferas de la justicia) que al parecer,  según lo que le había concluido de lo que él me decía, no era tan ambicioso, tampoco era tan generoso. Al parecer vivía solo, le gustaba beber uno que otro vaso de whisky en el Club, luego en una que otra  ocasión había invitado a Georg. 
 Georg, nunca más me volvió hablar de Robert.
 Quiero verte contando billetes-me decía- 
Yo me dejaba llevar bondadosamente por Georg, hasta que en una ocasión en que yo contaba abundante dinero, con una resaca producto de una borrachera la noche anterior, sentado frente a mí, vi con asombro que llevaba su dedo índice a través de la manga de su pantalón corto hacia atrás…
 De madrugada, yo había llevado a  un hospedaje a una morena que había encontrado en un bar abierto; apenas desperté, aun dormida, la besé... No sé porqué pensé en el momento en que Georg llevó su dedo índice… Pensaba también en el “ex” de mi amante, que era el que planchaba los billetes. Mi amante me hablaba de su “ex” mientras se sumergía en mi, se sumergía en mi como si los días no pudieran pasar y las flores no se pudieran marchitar.